Con profunda pena, comunicamos el fallecimiento de Diego Matthai a los 81 años de edad.
El arquitecto, interiorista, diseñador y artista Diego Matthai, nos abrió las puertas de sus oficinas en 2013, para platicarnos sobre su bagaje familiar, su amistad con Mathias Goeritz y Pedro Friedeberg, y de cómo surgió su inclinación hacia el arte y el diseño.
Además en 2017 fue parte del jurado del Premio Noldi Schreck.
A manera de homenaje, compartimos la entrevista.
¿Cuáles son sus raíces? ¿Los antecedentes que lo respaldan? Háblenos, por ejemplo, del trabajo filosófico de su padre, Horst Matthai.
Respecto a su trabajo filosófico, todavía encuentro cosas que no entiendo. Él era un investigador, tuvo una vida curiosa. Era un comerciante alemán y antes de la Segunda Guerra Mundial, le ofrecieron trabajo en México. Llegó con mi mamá unos meses antes de la guerra, a trabajar en una compañía americana de petróleo. Posteriormente se quedó sin trabajo y empezó a hacer productos químicos para la industria textil. En seguida estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México y dio clases en algunas preparatorias. Comenzó a investigar sus propias teorías y al final de su vida vivió en Tijuana, donde lo invitaron a muchos simposios en varias partes del mundo. Fue muy importante dentro de la filosofía.
¿Cómo surgió el acercamiento que tuvo hacia el diseño y el arte?
Siempre me gustó dibujar, hacer figuras en plastilina y maquetas sin siquiera saber lo que eran; construir cosas en dimensiones sin saber que así lo hacían los arquitectos. Estoy rescatando proyectos que hice desde los seis y diez años, cosas que yo inventaba; no hubo alguien que me dijera cómo hacerlo. Mi mamá no tuvo nada que ver con esto, aunque trabajó con Franz Mayer, y en el Instituto Goethe, en la parte cultural de Alemania. Ella frecuentaba a varios arquitectos en aquella época, como Luis Barragán; a él lo conocí desde que tengo uso de razón; a Max Cetto y a Enrique de la Mora, entre otros. Se reunían en un restaurante del centro. Yo no ubicaba quiénes eran, pero los conocía.
En 1964, llegué a ser el diseñador de un edificio que está en la Plaza de la Cibeles, de 22 niveles, el Condominio Miravalle, ahí aprendí mucho. En ese entonces tuve inquietud por el arte. Me puse a ensayar, a dibujar a lápiz, crayón, acuarela, óleo y acrílico. Me di cuenta que no tenía la paciencia para hacer cosas manuales, sino que realmente era la práctica de diseñar como arquitecto, con los croquis y luego transfórmalos a una realidad. Eso me sirvió para materializar objetos sencillos como pirámides cromadas, un basurero y un cilindro. Empecé pictóricamente a hacer collage con recortes, papel plateado y acero cromado. Me gustaba éste último por su reflejo, ya que tenía una connotación surrealista. Al mismo tiempo empecé a ser amigo de varios artistas, ese medio me abrió las puertas.
Simultáneamente empezaron a llegar proyectos privados de casa habitación. Me tocó hacer una donde el cliente era terriblemente exigente, muy específico en detalles. Hasta que llegó un momento donde estallé y decidí tomarme un descanso, dedicarme al arte y al diseño. Por un tiempo exploté esa parte, que en 1973 culminó en una exposición en el Palacio de Bellas Artes. Recuerdo perfectamente que hubo esculturas con neón y cosas que en México no se hacían.
¿Cómo es su relación con Pedro Friedeberg, y en su momento, cómo fue con Mathias Goeritz?
Los tres éramos muy amigos, pero los conocí por separado. Hasta la fecha me sigo llevando muy bien con Pedro, es de los mejores amigos que tengo en la vida. Es una persona con la que tengo una gran empatía, entre broma y realidad, porque a veces no puedes hablar en serio con él.
A Mathias lo conocí en la Universidad Iberoamericana; yo fui parte de la última generación que salió de las instalaciones de San Ángel, en la Ex Hacienda de los Condes de Goicoechea. En el último año, Mathias daba clases de diseño cerámico, hablaban mucho de él. En algún momento estuve en su clase para escucharlo, aunque ya sabía quién era.
Un día, en el estacionamiento de la escuela, noté que mi coche tenía un rayón, y vi una camioneta azul al lado. Volví a la universidad y le pregunté a la secretaria por el coche. De repente una voz atrás de mí dijo: «Creo que es mi coche». Así conocí a Mathias.
Era un señor espléndido. Posteriormente estuvimos en muchos lugares en común, por ejemplo, en la Galería Mer-Cup. Ahí exponíamos Pedro, Mathias y Sebastián, éramos un grupo. Cuando Mathias se fue a Israel, me pidió que colaborara en sus clases; estuve como mes y medio. A su regreso, vio todas las cosas que había hecho y me invitó a trabajar con él.
¿Cómo concibe esta relación entre diseño y arte?
En mi caso, todo lo que hago en arte es diseñado. En mi cabeza propongo formas y finalmente son cosas geométricas con algunas cosas redondas. Todo nace a partir del diseño. Ahora tengo dibujantes que me ayudan; maestros en madera, acrílico y acero. Cuando trabajo con neón, hago todo una serie de esculturas. Es entonces que me doy cuenta de que la base ahí está, escoger los colores, los materiales. Al final, eso es diseño.
En cuanto al de diseño de interiores, ¿cuál es el procedimiento de su proceso creativo?
Es muy variable, a veces piden un interior como una casa sobre un terreno existente o un proyecto con un programa arquitectónico: de comercio, oficinas, departamentos, o de construcciones existentes.
En la mayoría de los casos he sido el arquitecto y el diseñador de interiores. Pocas veces me ha tocado que un arquitecto hace el proyecto y me solicitan terminar el interior. Eso ya es decoración, pero yo diseño interiores y eso significa meterte en el proyecto, proporcionar los espacios y las medidas, acomodar las cosas y, en algunos casos, he diseñado mobiliario y objetos.
Creo que he logrado definir mucho mi postura del diseño versus decoración; parto del mismo punto de la arquitectura: tienes un programa y empiezas por desarrollar los espacios.
Existe quien cree que debe ser funcional, quien contrapone forma versus función, pero debes tener la sabiduría lógica de que las cosas tengan un propósito. Un ejemplo claro es Daniel Libeskind, quien hace su propia arquitectura; por dentro las cosas funcionan, como el Museo Judío de Berlín: de repente sales a un espacio externo y el recorrido te vuelve a incorporar. Su trabajo es realmente maravilloso. Me gusta entrar a un espacio neutro. Usar, por ejemplo, agua como elemento arquitectónico, porque da tranquilidad, te recibe. Siempre trato de jugar con eso. Me gusta anteceder mucho las cosas; si caminas por un pasillo, es importante que tengas un remate visual. Hay que darle un poco de misterio, no hacer las cosas tan secas. Y, sin duda, eso se puede ver reflejado en la arquitectura, el arte o el diseño interior, para mí todo es una sola cosa. No le tengo miedo a nada. Cada proyecto que me piden es un reto, no hago ninguna diferencia si es chiquito o grande.