Hace algunas décadas, diversos psiquiatras comenzaron a cuestionarse si los comportamientos de una persona en depresión eran la consecuencia de ese estado emocional en sí mismo, o si talvez existía una relación inversa también. Es decir, qué tanto de esos comportamientos de alguien sumergido en una ‘tristeza y desánimo profundos’ determinan la depresión o influyen en ella.
Los resultados son asombrosos. Después de un periodo relativamente corto, una persona en bienestar emocional, psíquico y social que es obligada o que voluntariamente adopta comportamientos típicos de alguien depresivo, termina teniendo las mismas consecuencias biológicas. En pocas palabras, la depresión es ‘un animal que se alimenta de sí mismo y de su entorno”.
La psicóloga social, profesora e investigadora, Amy Cuddy, recientemente surgió al estrellato con su conferencia en TED basada en la teoría de que el lenguaje corporal moldea nuestra identidad y la forma de moldear nuestra identidad es modificando nuestra química.
Estos son solo un par de ejemplos de que el comportamiento de un ser humano, la forma en la que utilizamos nuestro cuerpo y la manera en que nos comportamos no es únicamente la consecuencia de lo que sucede en el interior de nosotros mismos, sino que en realidad es una ‘carretera de dos vías’.
Retomando el contexto de mi pasada participación editorial (Los espacios que diseñamos nos diseñan de regreso, Glocal 35, octubre-noviembre 2016), creo que habría que cuestionarnos los efectos biológico-cognitivos de nuestros diseños, los cuales se convierten no solo en un tema de suma importancia sino en una responsabilidad con la sociedad en general y con nuestros usuarios en particular.
Si entendemos al diseño como una intervención en la vida de los seres humanos a niveles sumamente profundos, es inevitable hacernos la pregunta: ¿para qué diseñamos? Y una de las respuestas evidentes debería de ser: “Diseñamos para la felicidad, no solo de quienes diseñamos y somos los autores creativos de esas obras; aún más importante es que diseñamos para generar felicidad en quienes usan nuestros diseños”.
De acuerdo con Pieter Desmet, creador de la teoría de la granularidad emocional aplicada al diseño: un ser humano puede experimentar alrededor de 25 emociones positivas durante la interacción con un espacio o con un objeto; pero, rara vez el diseño está dirigido a generar felicidad como una consecuencia, efectiva y directa, de las interacciones de estas emociones positivas.
Las microemociones
En la interacción con los objetos y los espacios, el profesor Desmet argumenta que existen lo que en la universidad de Delft University of Technology, en Holanda, han nombrado como las microemociones: emociones que experimenta el ‘yo de la experiencia’, pero que no quedan claramente grabadas en el ‘yo de la memoria’; es decir, prácticamente no somos conscientes de que sucedieron, sin embargo, las vivimos y experimentamos.
Por décadas, la sociedad ha demostrado ser extremadamente eficaz en responder preguntas; sin embargo, hemos sido particularmente malos en articular dichas preguntas.
Por fortuna, comenzamos a ver despachos de diseño como híbridas mezclas entre investigadores y diseñadores, antropólogos y arquitectos, cada vez más conscientes de la trascendencia del quehacer de diseñar y sus consecuencias.
Mi esperanza es que esto no solo no cambie, sino que poco a poco vaya creciendo y que en un futuro cercano la arquitectura y el diseño no se limiten a ‘no hacer daño a sus usuarios’, sino que logremos entender cómo diseñar para la felicidad. La idea es que pronto podamos reducir los niveles de depresión en la sociedad mediante diseños adecuados o que eliminemos el uso de medicinas para los niños con síndrome de déficit de atención mediante espacios adecuadamente diseñados. ¡Comencemos a hacernos las preguntas indicadas!