Regresaba por la noche en Uber a mi casa, las calles oscuras y un poco vacías. Un par de cuadras antes de llegar a casa, como de costumbre, metí las manos a los bolsillos de mi chamarra. Sentí el material frío contra mis dedos y escuché el singular tintineo de cuerpos metálicos cuando chocan. Me sentí en paz al sostener el pequeño objeto metálico entre mis dedos. Una llave, la de mi casa en este caso, me trae esta tranquilidad, no por su forma, ni su material, sino por el significado que para mi tiene: poder acceder al lugar donde duermo, como, me relajo con seguridad y donde están mis posesiones más preciadas. Una llave deja de ser sólo un objeto para transformarse en algo que va más allá de un cuerpo cumpliendo una función.
Aunque la llave de la que anteriormente hablaba es valiosa para mí por razones ajenas a su forma o de qué está hecha, no podemos negar que existen objetos que adquieren valor por sus materiales o procesos de fabricación. Hasta el día en que los polímeros sean considerados un material precioso, un reloj de oro siempre costará más que el reloj CASIO de plástico que cubre mi muñeca todos los días. Aquí el valor que nosotros le asignamos a este tipo de objetos está directamente ligado al factor monetario que implica construirlos. ¿Pero qué tal que el reloj CASIO es un recuerdo de mi infancia? Ahí es donde la cosa se pone interesante, creando conexiones intangibles con nuestras posesiones les atribuimos valor que va más allá de su forma y función, sin importar si son de oro o de papel.
Sin duda, los objetos con los que decidimos rodearnos son el reflejo de nuestros gustos, necesidades y oportunidades. No neguemos que en el 2018 vivimos en un mundo obsesionado por consumir objetos; un teléfono nuevo al año, coches último modelo, ropa que usamos una temporada y no vuelve a ver la luz del día. Como sociedad valoramos demasiado las novedades. Queremos el nuevo iPhone cada año, no solo porque es una buena herramienta para comunicarnos con los demás, también por que se vuelve un statement de poder, adquisitivo en este caso. Independientemente de si el iPhone es un buen celular o no, culturalmente es un objeto de deseo que habla de status, de poder.
Desde un punto de vista menos frívolo, también hay objetos que se vuelven importantes entre nosotros porque adquieren un tono político o de acción social, como los Pussyhats. Un simple gorro rosa de estambre tejido, que en la parte superior asemeja a unas orejas de gato, se convirtió de la noche a la mañana en un símbolo de la lucha por los derechos de la mujer en todo el mundo. Un gorro tejido en California por un par de amigas terminó replicándose por miles en enero de 2017 durante la Marcha de Mujeres en Washington D.C, hasta convertirse en un fenómeno social. Así como esta particular prenda tiene un significado específico, parches, pañuelos y banderas son objetos que a través de la historia han adquirido valor por su carácter subversivo, no por su material o complejidad en forma.
Y como es de esperarse, acostumbrados a ver lo valioso en unas cosas, en otras parece pasar desapercibido. Las personas que me conocen bien sabrán la obsesión que me provocan los objetos cotidianos, esos tan mundanos que parecen no tener valor alguno en nuestra vida: tazas, bolígrafos, botellas o banquitos han sido el principal tema en muchas de mis conversaciones. Tal vez son los objetos con los que más interactuamos los que menos apreciamos, pero si desaparecieran del planeta nuestra rutina se vería afectada. Nadie diría que su objeto favorito es su cepillo de dientes, pero si mañana todos se esfuman de la tierra estoy segura que todos pasaríamos un mal rato. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde ¿No?
Con un poco de temor a sonar superficial, me declaro amante de los objetos (bien hechos), pero no puedo negar que la importancia de estos parece ir disminuyendo día a día comparada con la que ganan las nuevas tecnologías diariamente. Y aunque siempre necesitaremos objetos físicos a nuestra alrededor, sin duda alguna estos están cambiando para alinearse con nuestro nuevo estilo de vida. Si antes necesitabas en tu escritorio unas 20 cosas para una jornada laboral eficiente, ahora con una computadora es más que suficiente. Tu calendario, agenda, recordatorios, notas, planos, correo, calculadora, escuadras y demás se fusionaron en uno, y aunque no me siento particularmente ligada a la libreta de contactos en mi teléfono, recuerdo claramente la agenda de piel negra que tenía mi madre cuando yo era chica. Media carta, piel negra desgastada, un broche metálico, espiral metálico y hojas llenas de manchas de café, harina y su letra ilegible. Me pregunto dónde estará ahora después de varios años y un par de mudanzas. Dudo que en un par de años yo recuerde con claridad y cariño mi actual teléfono, seguramente tendré otro para entonces y la información guardada en la nube se descargará a él automáticamente después de que lo saque de la caja.
Estos son solo algunos ejemplos de cómo y por qué los objetos que nos rodean se vuelven valiosos, pero existen muchos otros que me llevaría años enlistar. Ya sea por su material, forma, historia u oportunidades que nos proveen, nuestras cosas terminan adquiriendo valor más allá de su función. Y aunque muchas de estas conexiones son poderosas, sin duda las que vuelven a un objeto único e irremplazable son totalmente personales e incomprensibles para otros. No dudo que el objeto más útil que poseo sea mi celular, pero con certeza digo que no es el que considero más valioso, ese título lo comparten un anillo que uso religiosamente todos los días y un destapador que está en el cajón de mi cocina. Ambos con un peso que no tiene nada que ver el metal del que están fabricados.